¿Qué sucedería si todos tuvieramos durante un año que enfrentarnos a nosotros mismos?
¿Qué sucedería si tuvieramos que poner en la balanza lo que es realmente importante?
365 días en aislamiento social. 365 días, sus horas y minutos para dejar de mirar hacia afuera y mirar hacia adentro.
Este espejo que ha sido la pandemia, es como un accidente de auto, de esos que nadie ve venir, de pronto estábamos ya en la mitad de la colisión, las piezas de nuestras vidas volando, caemos, y luego antes de que podamos hacer sentido de nada, un nuevo choque, y así durante incontables días.
1 año en pandemia, mi cuerpo no es el mismo, mi cabello adelgazó, se cayó, volvió a crecer, perdí peso, lo gané, lo volví a perder. Mis músculos se fortalecieron, mis pulmones se sienten más sanos. Me duele todo a veces, y no sé porque.
La vida antes de la pandemia ya no existe, los planes, los sueños, todo ha quedado postergado, cancelado. Nos ha quedado este silencio dentro de las paredes de nuestras casas, las fiestas que ya no serán, los abrazos que tenemos que imaginar a través de videollamadas.
Aprendimos a encajar nuestra vida dentro de nuestros hogares, que se volvieron prisiones y santuarios, refugios para unos, lugares peligrosos para otros. Nos vimos claros en nuestros privilegios, porque quedarse en casa en medio de una pandemia es un privilegio.
El mundo de afuera parece que sigue igual, los pájaros siguen cantando, el sol sale y se oculta, en los peores días las calles estuvieron vacías, en otros momentos el movimiento volvía a la ciudad.
De pronto vivir lejos de mi familia se volvió intolerable, la paranoia me empezó a carcomer los rincones más luminosos de mi alma, hasta que solo quedo un vacío y una tristeza tan vasta que no alcanzaba a ver el final.
He sonreído poco, he pasado horas mirando el blanco del techo de mi habitación, intentando procesar la incertidumbre, intentando que mis ojos no se sequen frente a una pantalla.
La casa se lleno de plantas: suculenta, lima-limón, bugavilla, montsera, horquídea, cáctus, nochebuena. Los perros fueron felices, los paseos diarios se volvieron un paréntesis para salir de casa. A veces conversar con otros paseadores de perros, a veces sentarnos sobre el pasto húmedo y mirar las estrellas.
El roomate se convirtió en todo el universo, nos conocimos más, nos reconocimos en nuestros miedos y en nuestros sueños. Nos abrazamos en la cama y nos apretamos tanto para no dejar que la soledad se colara.
No pasa nada, pero la vida ha continuado, descubrí que soy más que mi título, mire honestamente a mi vida, descubrí que lo que tanto quería venía de un lugar de baja autoestima, que había buscado durante demasiado tiempo las respuestas afuera, cuando todo estaba en mi interior.
Empecé a preguntarme el sentido de los últimos 10 años. Encontré a la niña perdida, encontré de nuevo esa sensibilidad que había enterrado. Dejé de empujarme a los límites, y bajé las armas. Dejé de pelear y empecé a confiar.
Me abracé a los pequeños milagros de la existencia, y la calma llegó como llega un amigo al que no has visto en mucho tiempo. Respiré, medité y le di pausa a mis pensamientos.
Un año en pandemia para entender que la relación más importante es la que tengo conmigo misma, que mi potencial está intacto, que mis sueños siguen vivos, que los pensamientos destruyen más rápido que cualquier virus. Un año para unir el corazón y la mente, el conocimiento y la intuición, para escuchar mi sabiduría interna.
He recogido las piezas de mi vida, y celebro hoy que sigo aquí.