Nunca imaginé como iba a cambiar mi vida después de convertirme en madre, solo estaba segura de dos cosas, quería tener el tiempo para esta nueva tarea, no quería que un extraño compartiera más tiempo con mi bebé que yo misma, y la segunda que nada sería igual. Decidí que el resto lo viviría sin expectativas, descubriendo aquello de ser mamá con entendimiento de mis propias necesidades y las de mi familia.
Dice mi amiga Amelia (o no sé si ella lo escuchó de otro lado) que hacemos el cine que podemos hacer (no el que queremos) y de la misma forma creo que somos las madres que podemos ser.
Antes de emabarazarme solté muchas cosas, sabía que necesitaba hacerlo y estar en paz antes de recibir a una nueva vida. Este proceso significó aceptar que podría ser un proceso intenso para mi cuerpo, que mi piel nunca más se volvería a ver igual, que tendría tal vez estrias profundas, que mi estómago tal vez no volvería a verse plano, que mi ombligo sería diferente y mis senos también. Pensé en aceptar y amar a esta nueva versión de mi misma porque sería una versión que habría hecho algo increíble: crear una nueva vida. Solté a mi yo de antes, para poder abrirle espacio a mi nuevo yo. Me siento agradecida con mi yo del pasado por haberme dado permiso de existir en esta nueva fase con tanta aceptación.
Lo que nunca me imaginé fue que los cambios que iban a suceder serían tan profundos, que no sería un poco de piel lo más importante de todo eso. Siento que convertirme en madre, el primer año, fue un fuego que quemó todo lo superficial, todo lo innecesario y me ayudó a emerger del otro lado como una versión más fuerte.
Cuando me imaginé débil, ahora soy más flexible, cuando pensé que me estancaría, ahora me siento más bella porque me doy más crédito a mi misma. Además ahora soy más paciente porque acepto los tiempos como sagrados y menos exigente porque he aprendido que hacer las cosas aunque no sea como imaginaba. Es mejor hacer mediocremente que planearlo hasta el cansancio pero nunca tomar acción real.
Lloro un poco al escribir esto. Lloro porque estoy cansada y no he dormido en demasiados meses; lloro porque soy sensible, más sensible que antes.
Nunca tuve ninguna expectativa de ser mejor después de convertirme en mamá, no quería romantizar. Era un poco cínica, porque estaba segura de que cualquiera podía hacer esto. La verdad es que fue muy ingenuo de mi parte, porque no es lo mismo engendrar que críar. Ser la madre presente que quería ser requiere dedicación, requiere trabajar en mis propios límites, requiere prestar atención cuando la energía es poca, requiere dejar el celular para ver en los ojos de mi precioso y sí es tomar la decisión todos los días de que mi prioridad es esta por ahora.
Nunca imaginé que tener a Benjamín dentro mío me acercaría tanto a la vida y a la muerte (porque con cada embarazo existe la posibilidad real de experimentar una perdida). Me haría sentir parte de este circulo sagrado de existir. Sentirlo crecer en mi interior me hizo saberme poseedora de una magia que no sabía que existía, la magia de la vida. Me hace celebrar que estamos aquí, el milagro que es tener otro día para abrazar a mi niño para besar sus pequeñas manos, que tengo la alegría de poder conocerlo.
Nunca imaginé que iba a ser esta mamá, cada día descubro una algo nuevo en mi.