En el resumen de los días que he pasado en esta ciudad tan grande, tan maravillosamente caótica, he vivido, con intensidad, con dolor, con risas, empujando mis límites, sintiendo todo, sintiendo nada, han sido dos años y medio de profundo aprendizaje. No podría reconocerme de quién salió de Ecuador hace no tanto tiempo atrás. Más atrevida, más decidida, tuve lugar para estirar mis alas, para probarlas, para romperlas y recomponerlas.
Salir de Quito me partió de nuevo, mis ojos dejaban llenos de lágrimas mi hogar, una vez más. Fue mi prerrogativa empezar de nuevo, lanzarme a la aventura. Vaya que ha sido una aventura. Vivir en una ciudad que te impulsa, que no descansa, no duerme. Encontrar gente que me inspira todos los días a ir por más, a no conformarme, a soñar más alto. Sí, porque los mexicanos podemos, y yo soy una, a mucha honra. Encontrarme, en mi multiculturalidad, en mi masculinidad, en mi feminidad, en mi poder, y tomarme en serio.
Escogí México, escogí venir aquí y sigo en mi convicción de hacer de este mi hogar. Esta semana me enamoré de nuevo de mi país, de mi ciudad, miré el amanecer desde sus alturas, trabajé haciendo lo que amo, fiel a mi misma, me di la oportunidad de conectar con gente que me importa, merodee por las calles de mi ciudad, entre los mercaditos con sus carpas color amarillo; me comí unas quesadillas en el mercado, fui al registro civil, tomé tequila y puse mi primer altar de día de muertos.
No ha sido fácil, pero nada que valga la pena lo es.